sábado, 5 de enero de 2008

Manuel Gutiérrez Claverol

La rocambolesca historia de "Asturias por Caravia"
La minería en Asturias proporcionó muchos millones de euros, tanto en divisas como en riqueza nacional, pero a nadie se le oculta que su actividad ha creado alteraciones ecológicas y tensiones sociales de muy alto coste.

La más conocida e importante es la relativa al carbón, pero también se han beneficiado otras sustancias minerales, como la fluorita, que tampoco está exenta de culpabilidad.
Los asturianos menores de 40 años probablemente no recuerden que allá por la segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo era frecuente ver un cartel con la frase «Asturias por Caravia», en alusión a los problemas de hundimientos y medioambientales que estaba padeciendo esta localidad.

La prensa regional y nacional se hizo amplio eco de lo que sucedía. El diario «Región» (20 y 30 de julio de 1969) titulaba «Caravia Alta se resquebraja» y divulgaba un escrito de los vecinos solicitando a la Delegación provincial del Ministerio de Industria un informe geológico-minero sobre la anárquica situación imperante. Por su parte, LA NUEVA ESPAÑA (7 de agosto de 1970 y 1979) cuestionaba si los «beneficios obtenidos con la explotación de estas minas habrían superado los destrozos causados en esta zona, una de las más bellas del país» y denunciaba que «cinco instalaciones donde se lava el espato flúor de las cuatro empresas lanzan al mar los escombros que contaminan las aguas». Asimismo, desde «Asturias Semanal» (15 de agosto de 1970) se alertaba del peligro que corría esta zona litoral, matizando que en la costa de Berbes se encontraba una mancha de proporciones alarmantes (1 kilómetro de longitud y 500 metros de ancho) y que era provocada por el agua contaminada de los lavaderos del mineral.

Pero, ¿qué es lo que sucedió?
Miguel Ángel García Dory firma un riguroso artículo en la «Gaceta Ilustrada» (2 de mayo de 1971) bajo el título «Caravia, el pueblo del espato flúor. Tres mil millones de pesetas bajo la tierra», donde describe las vicisitudes que acaecían en el área, tanto los agrietamientos que sufrían las edificaciones -«Los vecinos admiten la posibilidad de un desplazamiento honroso de la población, abandonando sus casas y terrenos»-, como la tremenda contaminación que afectaba al mar -«26 kilómetros de costa corren el riesgo de convertirse en tierra muerta»-.
Muchos fueron los escritos de protesta y los informes a cargo de los técnicos de la Jefatura de Minas. La voz de alarma la dio Isabel Argüelles y Armada (17 de febrero de 1966) poniendo en conocimiento de que su casa de Prado presentaba muestras claras de movimiento en su arquitectura, concretadas en una amplia grieta que la atravesaba.

En febrero de 1968, el agrietamiento ya afectaba a la iglesia, casa consistorial y cinco construcciones más, según se informó a requerimiento de las autoridades. En agosto del mismo año, se producían daños en el cementerio, y al mes siguiente, ya estaban involucradas 14 edificaciones de las 150 que componían la urbe.

La crispación alcanzó tales niveles que el alcalde, Ricardo Martínez Suárez, se vio obligado a solicitar formalmente (23 de noviembre) la suspensión total de las actividades mineras. La insólita contestación oficial fue que los trabajos de extracción de mineral se realizaban en el interior del pozo Melfonso, no en la zona urbana de Caravia, añadiendo que éstos se llevaban a cabo racionalmente y dentro de las normas del buen laboreo; no obstante, aludía a que el titular de una concesión minera era responsable de los daños y perjuicios que pudiese originar. Sin embargo, no todos los ciudadanos estaban en desacuerdo con las explotaciones, incluso algunos de ellos (un 16% de la población) mostraron en un comunicado su apoyo a la empresa, juzgando improcedentes las acciones opositoras.

En el año siguiente continuó la polémica, centrada primordialmente en buscar vías de arreglo, que fructificó, en junio, con un acuerdo entre Fluoruros -entidad explotadora- y los vecinos, estipulándose en el mismo los siguientes compromisos: no obtener mineral en la vertical del casco urbano, indemnización de los daños siempre que fueran atribuibles a la mina y, por último, velar por la evacuación de las aguas procedentes de las instalaciones mineras al mar, mediante conducciones adecuadas.

A mediados de 1970, la empresa beneficiaria ofreció al Alcalde varias contraprestaciones: edificio para el teleclub, nuevos caminos y actualización del canon, no vertido de aguas residuales al río, traslado del lavadero fuera del casco urbano, elevación general de los salarios, etcétera. A partir de entonces, fueron indemnizadas algunas edificaciones, sobresaliendo el caso del cine.
Siete años más tarde, se reavivan las resquebrajaduras acompañadas de hundimientos, incluso se formó un socavón que tragó a un caballo (LA NUEVA ESPAÑA, 25 de octubre de 1977), una secuela más del grave problema que padeció esta población. El gobernador civil, Aparicio Calvo Rubio, pidió el desalojo de los edificios y la asociación de vecinos emitió un comunicado sobre la amenaza de derrumbamiento de viviendas, solidarizándose con los convecinos damnificados y proponiendo que la solución definitiva podría pasar por declarar de urgente necesidad la construcción de viviendas sociales («Región», 25 de octubre de 1977).

Las causas del desaguisado
¿Cómo se produjo? Las causas de tales desaguisados hay que buscarlas en fenómenos de subsidencia minera producidos como consecuencia de las deformaciones inducidas en el terreno por la explotación subterránea del pozo Melfonso -había comenzado su andadura en 1960-, parte de la cual se ramificaba por debajo de la localidad de Prado. Estos procesos de hundimiento se manifestaron de dos maneras: por un lado, se modificó la resistencia mecánica del subsuelo inducida por el laboreo del filón mediante galerías (este hecho afectaría a 14 edificios, entre ellos el Ayuntamiento, alineados según la orientación de avance de la explotación), y, por otro, determinados desplomes -de carácter más puntual- se produjeron por el vaciado de oquedades kársticas subterráneas rellenas de materiales arenosos conteniendo agua, a veces a presión (dañaría 12 edificios de la zona situada al noreste de la mina, incluyendo la iglesia).

En otro orden de cosas, Fluoruros originaba en sus instalaciones industriales aguas residuales con gran cantidad de materia sólida coloreada en suspensión (llegó a sobrepasar los 800 mg/l), que eran arrojadas al arroyo Melfonso sin la obligada depuración y clarificación, produciendo un impactante enturbiamiento en el mar. Pero éste no era el único río perturbador, pues otros, ubicados entre las playas de La Espasa y de Vega (Duesos, Cerracín y Acebo), a los que vertían aguas de diferentes lavaderos de fluorita, también coadyuvaban a la polución marina.

La solución a este problema contaminante comenzó a gestarse a partir de 1970. Ante lo costoso que resultaba efectuar la clarificación del agua antes de su vertido a la red fluvial, se decidió llevarla directamente a desaguar al mar. La conducción consistió en el tendido de 1.822 metros de tubería con un diámetro interior de 25 centímetros, compuesta mayoritariamente de fibrocemento, aunque poseía tramos de acero con bridas, para evitar roturas por movimientos del terreno.

Gracias a Manuel Gutiérrez Claverol, Doctor en Geología y Profesor Titular en la Universidad de Oviedo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

NO ES NECESARIO REGISTRARSE PARA PUBLICAR UN COMENTARIO.
Sólo tienes que escribir tu comentario en este cuadro y a continuación elegir "Nombre/URL". Rellena la casilla con tu nombre y pulsa "PUBLICAR COMENTARIO".